El escarnio de Sansón
Una pierna de pollo aguisada de afrenta roja
pasó rozando su oreja izquierda.
Un tomate de desprecio, entre carcajadas y gritos
eufóricos, se reventó contra su espesa barba nazarena.
Un racimo morado de insultos e ironías
también se estrelló en su mentón derecho.
No sólo estas cosas le lanzaban los filisteos,
al ahora ciego Sansón.
Lamentablemente, a casi todos los hombres
les viene el entendimiento con la destrucción:
y Sansón no fue la excepción.
Pues le había caído la noche perpetua,
aquella noche que no tiene más amaneceres de sol,
ni más amaneceres de oportunidad...
Le hubieran visto cómo le llovían las cosas,
cubiertos, mentadas de madre, una silla,
una sandalia, sarcasmos, platos,
un dónde está tu Dios, y muchas maldiciones...
Los silbidos, chiflidos y griteríos
se oían en toda la ciudad de Gaza.
Mientras tanto Dalila danzaba delante de Dagón.
También había algo que se estaba escribiendo
como refrán para los siglos posteriores.
Las piedras profetizadas ya barruntaban
el por qué habían sido construidas y puestas allí.
Las copas vacías sobre la mesa
se llenaban de un olor festivo a muerte.
La música del arpa se vió ceñida
-sin que nadie se diera cuenta-
de un silencio de intuición trágica.
La burla, al fin,
sería avergonzada desde el cielo.
Ya en las páginas eternas de la Biblia
-que serían las más vistas siglos después-,
la fruta de este proverbio se iba escribiendo.
De pronto,
las dos enormes columnas satánicas
sintieron el fuerte brazo de Jehová.
Sansón, esta vez, y sin quijada de burro,
mandó al infierno a más de tres
mil filisteos incircuncisos.
Caleb Ramos