viernes, 5 de abril de 2013

Cultura : Jorge Ninapayta de la Rosa


Las cartas

El verano llegaba a la capital y con él se acercaba el fin del año académico en la universidad. Por las tardes iba a mi oficina, en el segundo piso del pabellón de profesores, cerca del auditorio, y desde allí veía retozar a algunos alumnos en el césped cercano a la cafetería, a la sombra de las acacias.

Una de esas tardes, me acerqué a la oficina del decano. Debía ponerme de acuerdo sobre unos artículos que me publicaría la revista de la facultad. Al salir, me detuve en Registros, donde los profesores firmamos la asistencia. Saludé a Carmen, la secretaria, mientras yo abría el cuaderno de tapas azules. Al igual que otras veces, Carmen aprovechó para contarme de su aburrimiento, de sus ansias de que llegara el fin de semana para irse a la playa con su esposo y sus hijos. No sé por qué algunas personas se muestran particularmente confesionales conmigo; será porque las dejo hablar y las oigo atentamente. Aunque les sorprendería saber que muchas veces no estoy tan atento como parezco, sino envuelto en mis propias preocupaciones.

Precisamente, en ese momento, yo estaba más interesado en observar disimuladamente mi casillero de la correspondencia: no, esta vez tampoco había carta para mí, como venía sucediendo en estas últimas semanas. ¿Por qué Susana no me escribía? Ya había pasado un tiempo más que razonable para que lo hiciera.

Me dirigí a mi oficina, desanimado. Había quedado con Susana en que me escribiría cuando estuviera en Pueblo Azul, el primer punto de su viaje de vacaciones por el norte. Pero ya hacía como mes y medio que había salido para allá, junto con su madre y la prima Laura, y yo no tenía ninguna noticia.

Cuando se fue, me había propuesto no escribirle sino hasta después de que ella lo hiciera. Sin embargo, dos semanas después de su partida, ya le había enviado dos cartas, una casi detrás de la otra. En la primera, le preguntaba escuetamente cómo le iba, qué le parecían los lugares que estaba visitando. Pero en la segunda, que escribí una noche de extrema depresión, me atreví a preguntarle qué pensaba sobre lo que habíamos hablado la víspera de su viaje, y si ya había tomado alguna decisión.


Al día siguiente, cuando entraba en Registros, hojeando distraídamente unas revistas, me crucé con la profesora Martita que llegaba apresurada. Nos saludamos y ella se dirigió al lugar de los casilleros a revisar su correspondencia. La conocía desde mucho tiempo atrás. Tenía una cátedra de Historia y era muy apreciada en la universidad. El año que empecé a estudiar aquí, me había enseñado un par de cursos.

Mientras yo firmaba en el cuaderno, me di cuenta de que Carmen observaba a la profesora; luego me miró y me hizo un ademán con el mentón para que me fijara en Martita, quien seguía revisando su correspondencia, desechando folletos y buscando algo con interés.

Martita dejó una carta en la casilla de Envíos, que el empleado encargado llevaría al correo por la tarde, y se marchó. Carmen permaneció observando a la profesora cuando ésta salió al patio, y aun después, cuando pasó por el jardín que rodea el decanato. "Está esperando noticias importantes", dijo luego. "Carta de un caballero". No dije nada, aunque entonces comprendí por qué últimamente Martita mostraba tanto interés por la correspondencia.
–Últimamente le ha dado por escribir... –dijo Carmen–. A su prometido.
–¿Su prometido...?
Pregunté, aunque sabía muy bien de qué hablaba. Nuestra universidad es como un pueblo pequeño, todo se sabe, de todo se entera uno. Hace poco, cuando una profesora se divorció de un colega, ella tuvo que marcharse a Argentina porque no podía soportar los comentarios ni las historias que se tejían a sus espaldas.

Carmen empezó a contarme, con esa manera detallista y casi didáctica que tiene. Yo sabía casi todo aquello, pero la dejé hablar. Martita había estado a punto de casarse con un antiguo actor de teatro que luego dejó las tablas para dedicarse a los negocios. Se decía que la familia de Martita, o ella misma, no había aceptado el matrimonio con el actor porque en esa época alguien dedicado a ese arte representaba la vida disoluta; creo que precisamente ese hombre era un ejemplo cabal de ello. La cosa es que no hubo matrimonio. Después, el actor se casó, enviudó y a la vuelta de varios años estaba otra vez en la vida de Martita, quien siempre permaneció soltera. El ex actor quería casarse con ella y parece que ahora sí Martita aceptaba. Así andaban las cosas.

Carmen sabía, además, que el ex actor se hallaba en un pueblo de Chiclayo, en casa de uno de sus hijos; allá aprovechaba los baños termales de la región para paliar su reuma. A ese lugar le escribía Martita con regularidad; pero debía haber problemas con el correo, porque hace tiempo que no recibía respuesta.


Conocí a Susana el verano anterior, en una muestra de egresados de artes plásticas. Charo, una de mis amigas, a quien yo asesoraba en su tesis, había logrado arrastrarla con mucho esfuerzo hasta allí, donde yo fungía de coordinador de la muestra.

No me impresionó mucho cuando Charo nos presentó, y entiendo que tampoco le resulté muy especial que digamos. Me hallaba más atento a lograr que los invitados de honor, unos funcionarios del Ministerio de Educación y de la embajada que promovió la muestra, no se aburrieran más de la cuenta. En cierto momento me dediqué a observar a Susana y la vi deambular indolentemente por entre la gente, sin mucho entusiasmo, como si le diera lo mismo estar allí o en algún parque público; miraba aquí y allá, leía algún título de las obras, apreciaba algún detalle nimio.

Al marcharnos, llevé a las dos en mi auto. En ese tiempo yo vivía cerca de la casa de Charo, en Barranco, y resultó que la de Susana estaba a poca distancia, por lo que no tendría que desviarme mucho de mi ruta. Los tres fuimos hablando de cosas sin importancia, de la muestra, de la universidad. Susana se bajó primero, luego Charo; lo cierto es que cuando llegué a mi departamento, pensaba en varias cosas menos en Susana. Al despedirnos, Charo me había confirmado que me esperaba en su casa el próximo sábado para seguir con su trabajo de investigación.

Por esas semanas, Charo estaba a punto de concluir su tesis, y yo la ayudaba porque además de ser mi amiga es hija de uno de mis antiguos profesores del colegio. Los sábados iba a su casa, almorzaba con la familia, luego en la sobremesa conversaba un rato con mi antiguo profesor. Solíamos referirnos a la vida de mis condiscípulos, a sus labores profesionales. Más tarde, Charo y yo volvíamos a sumergirnos en su tesis: "La educación inicial: una propuesta metodológica".

El sábado, Susana apareció por la casa de Charo casi al final de la tarde. Entró en el estudio precisamente cuando trabajábamos una parte importante de la tesis y, de pronto, todo perdió su densidad académica. Tenía esa facultad: la de restar solemnidad a las cosas. La verdad es que nos olvidamos de la tesis y estuvimos hablando de otros temas, entre ellos, acerca de un nuevo ministro de gobierno, que resultaba ser tío lejano de Susana.

Toda la conversación fue muy amistosa y nada más. Por eso me sorprendió lo del siguiente sábado. Charo pareció no mostrar demasiado interés en su tesis, incluso empezamos a trabajar un poco más tarde. Aunque durante el almuerzo me había convencido para que fuéramos a un cine cercano, porque pasaban un estreno policial.

Después de media hora de que habíamos empezado a trabajar, llegó Susana: Charo la había invitado para ver la película. En algún momento, Susana y yo nos quedamos conversando en el estudio, sobre el familiar que era ministro, sobre el trabajo en la boutique de su mamá. Y, la verdad, en ese momento empecé a verla de manera diferente, con más interés. Tenía una gracia especial cada vez que se movía, cuando hacía un gesto para entregar algo, al sentarse y cruzar las piernas; un aire de vaga sensualidad brotaba de su cuerpo en movimiento. Me confesó que desde pequeña había estudiado ballet y que le gustaba cantar.

Luego vino Charo y dijo que no se sentía tan bien como para ir al cine, la comida le había caído algo pesada.
–Pero, ¿por qué no van ustedes dos? –nos propuso, con descarado entusiasmo.
Susana sonrió y no dijo nada. Por mi parte, no me hice de rogar. Durante la película casi no hablamos, pero al regresar, caminando por el malecón, veníamos conversando como viejos amigos. Ella me hablaba de que le encantaría viajar a Estados Unidos, a Texas, donde tenía unos parientes. Más tarde, un muchacho que vendía rosas se nos acercó; ella sonrió mirándome y yo metí apresuradamente una mano al bolsillo para buscar unas monedas. Luego seguimos conversando, como si nada hubiera pasado. Cerca de su casa, nos despedimos con un beso en la mejilla.

El siguiente sábado, luego de que terminé de trabajar con Charo, vino Susana y salimos tan naturalmente como si todo hubiera estado acordado. Fuimos a pasear por el malecón. Caminé un buen trecho a su lado sin decir nada, embargado por una agradable sensación de plenitud.

Desde hacía algún tiempo, no tenía una mujer a mi lado. Por las noches, cuando llegaba a mi departamento, me quedaba viendo televisión hasta tarde, hasta que me dolía la vista, y me tendía con la cabeza colgando de la cama y los ojos cerrados, pensando en viajar, quizá a Ica, donde mi familia.

Pasando el malecón, cerca de un parque casi solitario, la tomé de los hombros y la besé, suave y largamente. Luego nos quedamos mirándonos, sin decir palabra, mientras yo trataba de determinar qué había sentido dentro de mí. Ella recostó su cabeza en mi pecho, y nos quedamos abrazados largo rato oyendo a lo lejos el rumor del mar. "Me gustas", le dije. Y no sabía por qué me había apresurado a decirlo. Creo que para no tener que mentir diciéndole "te quiero". Y sé que ella fue la más franca cuando dijo que también yo le gustaba –sólo eso. Sentí que estaba iniciando una relación más, de esas que habían poblado mi vida y que no dejaban gran huella ni hacían mucho daño.

Así empezamos. Yo solía esperarla a la salida de la boutique o al frente de un pequeño cine. Algunos fines de semana, íbamos a una discoteca de Barranco. Debo reconocer que desde el comienzo, sentí que no era una relación con mucho futuro. Por esto no quise poner todo de mi parte, no quise comprometerme. Al inicio, creí que ella se había enamorado de mí y que quizá esperaba llegar a algo mucho más serio, pero después me aclararía que nunca llegó a pensar eso.

Al final, todo acabó tranquilamente. Sucedió una noche cuando salíamos de una fiesta de cumpleaños. Las últimas semanas yo había estado ocupado con mis clases, ella atareada con la apertura de otra boutique de su mamá, y no nos habíamos visto demasiado. Le dije que iba a estar muy ocupado de allí en adelante, y por su parte ella me explicó algo parecido. Por último, nos miramos sonriendo, comprendiendo que ése era el final. Un final poco romántico, es cierto. No nos dijimos más porque no era necesario, simplemente que ya nos comunicaríamos, ya hablaríamos.


–Lo último que se pierde es la esperanza –dijo uno de mis alumnos al concluir su exposición en clase. Los demás rieron al recordar que ésa es una frase que yo suelo repetir.

Habíamos estado estudiando el tema del amor en los cancioneros españoles del siglo XV y ahora los alumnos exponían sobre un autor de su preferencia.

El nuevo ciclo logró que me involucrara del todo en mis temas de enseñanza; había temporadas en que sucedía eso, aunque en otras me la pasaba como desanimado y buscando en qué distraerme. Por esos meses no sucedió nada llamativo en mi vida, salvo que me cambié de departamento.

En las vacaciones de mitad de año yo había estado a punto de viajar, pero al final no lo hice, me desanimé. Fue entonces cuando aproveché para mudarme a un lugar más cercano a la universidad. Era más amplio y, sobre todo, quedaba en una zona no tan húmeda. Siempre he padecido de los bronquios y, a pesar de ello, más por pereza y costumbre, viví en medio del clima húmedo de Barranco cerca de siete años. En mi nuevo distrito podría salir a correr y a hacer ejercicios por las mañanas en los parques cercanos.


Casi a finales del invierno, en agosto, me encontré con Susana en la fiesta de cumpleaños de un amigo pintor. No sabía que ella iba a estar allí; de haberlo sabido, seguramente que yo no hubiera acudido, lo que hubiera sido una gran tontería pues el encuentro resultó muy agradable.

Esa noche, cuando la vi, vestida con un traje negro escotado, el cabello recogido atrás y los hombros desnudos, descubrí que traía guardados deseos de volver a tenerla a mi lado y de besarla otra vez. Me acerqué a hablar con ella y luego casi no me moví de su lado. Bailamos varias piezas seguidas, confundidos entre el resto de la gente. Yo –ayudado por varios pisco sour– me sentí lo suficientemente desenvuelto como para decirle que la encontraba linda, más que otras veces; y ella sonrió halagada. Más tarde, salimos al jardín y estuvimos conversando, alejados de los demás, oyendo la música como si llegara de lejos, tomados de la mano.

Nos marchamos juntos de la fiesta, pero antes ella se despidió de los amigos con los que había venido; les dijo que estaba cansada y que yo la iba a llevar a su casa. Pero no fuimos a su casa, sino a mi departamento. Entramos sin encender la luz, porque ella me lo pidió, y luego nos besamos en la penumbra. Hicimos el amor con precipitación, acuciados por un repentino deseo mutuo.

Luego nos quedamos descansando, abrazados, percibiendo el rumor de la noche que entraba por la ventana. Yo quería que ella se quedara, y sabía que ella deseaba lo mismo, pero me explicó que debía estar en su casa antes del amanecer.

Nos vimos un par de veces más en mi departamento. Hasta que me contó sobre Gustavo. Se trataba de un amigo, me dijo al comienzo; pero luego me explicó la verdad. Era un antiguo amante, que volvía cada cierto tiempo a ella como quien vuelve al redil después de haber extraviado el camino. "Es como un hábito", añadió.

Esa vez, estábamos en la cama. Ella seguía hablando, refiriendo prolijamente su historia, añadiendo detalles. Me hallaba con la cabeza casi colgando de la cama y los ojos cerrados, sin decir nada. Trataba de entender aquello, sobre todo por qué esa historia me hacía daño, si yo estaba convencido de que Susana era un asunto pasajero y nada más.

En la siguiente oportunidad que nos vimos, lo primero que me dijo fue que Gustavo la había llamado la noche anterior.
–¡Si tanto te interesa, por qué diablos no te vas con él! –le dije, repentinamente furioso.
Ella retrocedió hacia la puerta, sorprendida porque nunca me había visto enojado, y se marchó sin decir nada más.

Entonces dejamos de vernos. Hasta la fiesta de la víspera de su viaje, en casa de Charo. Lupita, la hermana menor de Charo, cumplía veinte años y mi antiguo profesor había decidido festejarlo a lo grande. Saludé a Susana como si se tratara de una vieja amiga. Ella parecía más tranquila, menos efusiva. Deduje que algo no debía andar tan bien en su vida. En fin, pensé, ya no era cosa que me importara.

Bailé con Lupita, con Charo, con las amigas de ellas. Recuerdo que, mientras bailaba con Charo, ella comentó, sonriendo y mirando de reojo a Susana: "Parece que la historia de ustedes quedó atrás, ¿no?”. Yo puse cara de no saber nada y bromeé: "¿Historia...? ¿Qué historia?". Susana conversaba más allá con unas amigas; parecía pensativa y no hacía nada por divertirse. En la primera oportunidad que tuve, me acerqué nuevamente a ella. Ahí me contó que al día siguiente salía de viaje.

Casi a medianoche estábamos en el jardín, hablando de su viaje, de lo bonito que era el norte, mientras yo volvía a sentir unas ganas terribles de besarla. Más tarde, cuando ella estaba riendo por un comentario que hice, no pude más y la besé en los labios. Ella me miró sorprendida, sonrió un poco y luego se puso seria. Pero antes de que dijera algo, empecé a hablar. Me hallaba algo embriagado, por eso me atreví a confesarle: estaba enamorado de ella, me daba cuenta de que la necesitaba, no sabía cómo había pasado, pero así era. Ella sonrió muy comprensiva cuando me dijo que yo le gustaba, que era muy tierno y agradable, pero que debíamos hablar de esto en otro momento. Quizá después de su viaje. Yo no quería esperar tanto y le pedí que lo meditara en los próximos días y que me escribiera, haciéndome saber lo que había decidido.

Unos días después, cuando pasé por Registros, encontré a Martita pegando estampillas a una carta. Luego de que se marchó, pude observar la carta. Estaba dirigida a Armando Castro. "Nombre de actor", pensé, de actor de la vieja escuela. En ese momento me entraron malos pensamientos. Me hubiera gustado saber lo que decía, abrirla y leer sin que nadie se diera cuenta. Por otra parte –para variar–, en mi casillero no había carta.

Pensé que Susana deseaba tomarse su tiempo para responderme. Pero yo hubiera preferido que no demorara tanto y me dijera que sí, que íbamos a intentarlo, con más seriedad y deseos de compromiso que antes. Desde muy joven he tenido la costumbre de rehuir las responsabilidades, sobre todo de evitar comprometerme afectivamente hasta un punto en que no pueda alejarme sin mucho esfuerzo; es una forma muy cómoda de vivir, aunque más adelante siempre llega el momento en que uno se pregunta si todo esto ha valido la pena. Me acordaba de los momentos cuando Susana y yo nos conocimos; si entonces yo me hubiera decidido a crear algo entre nosotros, quizá todo habría ido mejor.

Por las noches pensaba en ella, bebía de una botella de Bacardí y me dormía muy tarde. Se me ocurría que, probablemente, ella no había recibido mis cartas.

El domingo siguiente, me aparecí por la casa de Charo. Almorzamos con el profesor y toda la familia. Luego, para obtener alguna información, pregunté a Charo, como quien no quiere la cosa, qué era de la vida de "nuestra amiga Susana".

Debo haber preguntado con perfecto desinterés, pues Charo se animó a confesarme, también con desinterés, que Susana había estado saliendo con alguien, un muchacho del norte. Sentí que una bola de algodón ascendía desde mi estómago. Pero tuve la suficiente presencia de ánimo para preguntar quién era.
–Un tal Gustavo –me dijo–. Pero tú no lo conoces.
Durante los siguientes días estuve pensando, imaginando muchas situaciones. Quizá ella había ido al norte para verlo. Quizá todo era coincidencia. La verdad, no sabía qué pensar.

El lunes siguiente no vi a Martita, pero descubrí que en la oficina había dejado una carta para el correo. Permanecí mirando el sobre, de bordes azules. ¿Qué le diría al ex actor? Hubiera dado cualquier cosa por enterarme. En ese momento, Carmen se hallaba en el cuartito de los archivos. Entonces, sin pensarlo más, tomé la carta de la casilla de Envíos y me la guardé en un bolsillo de mi saco.

Salí con dirección a la cafetería para profesores. Y allá, en una mesa alejada, abrí la carta con mucho cuidado. "Querido Armando", empezaba, con una caligrafía de letras redondas y mayúsculas alargadas. Era sólo una página. Martita preguntaba a Armando si se hallaba mejor de sus males y por qué, luego de haber recibido sólo una carta de él, no tenía ya más respuestas. ¿Había problemas con el correo de allá? Y le recordaba, por si sus otras cartas se habían extraviado, que estaba pensando vender la casa familiar. Su hermana y ella habían decidido que era lo mejor, para adquirir otra propiedad más alejada del centro de la ciudad. Ésta se iba llenando de gente y ese sector, que antes había sido muy tranquilo y agradable, ahora se había tornado muy difícil. Al final, Martita le recordaba que no dejara de escribirle.


El día siguiente, por fin recibí carta de Susana. Más que sentirme contento, como había esperado, me envolvió un repentino temor cuando vi mi casillero; tuve que disimular el desconcierto mientras procedía a tomar la carta y guardármela. Me marché hacia mi oficina, pero no pude esperar a entrar en ella; la abrí en mitad del pasillo, aprovechando que no había gente por allí, y empecé a leerla.

Susana me explicaba que se había encontrado con Gustavo durante su viaje, que en realidad desde hace algún tiempo se habían reconciliado, y ahora hacían planes para casarse. Que la disculpara, que yo era muy cariñoso y dulce, pero lo que sentía por Gustavo era otra cosa. Mientras leía, adivinaba que ella había evitado decirme que allá estaba pasando “días divinos" –era su frase habitual–, para no entristecerme. Me explicaba, en un par de líneas, que había pensado en "lo nuestro", que "fue lindo" y que nunca lo olvidaría. Quizá para que su felicidad no me resultara demasiado ostentosa, me decía que quién sabe si le iría bien, pero que lo iba a intentar con Gustavo, a pesar de los problemas que habían tenido. Y nada más, saludos, besos.

Entonces empezó a desmoronarse el edificio de ilusiones que yo había estado armando durante estas últimas semanas. Ya no volveríamos a estar juntos; ya no experimentaría lo que era vivir con una mujer tan vital, alegre y deliciosamente sencilla; ya no dejaría esta soledad que empezaba a causarme daño.

Me marché a mi departamento. Estuve tendido sobre el sofá, pensando en lo mismo, en ella. Hasta que me acordé de la carta de Martita. Para algunos las oportunidades se dan sólo una vez; así había pasado conmigo. Por no haberme decidido cuando debía, yo había terminado perdiendo. Entonces, para descargar mis penas, jalé la máquina de escribir, puse una hoja y empecé a teclear. Era una carta franca, en la que Martita aparecía confesando al ex actor que había decidido casarse con él, que no podían dejar pasar su oportunidad, que las cosas habían cambiado, que no había tiempo que perder...

Al otro día sólo me tocaba dictar clases por la mañana, así que iba a pasar por Registros y de allí me iría al correo central para enviar la carta de Martita: no quería correr el riesgo de que ella la viera. Pero recibí una nueva sorpresa cuando descubrí una carta en su casillero. Vi el nombre del remitente. "Es del actor", dije en voz alta y luego traté de disimular. Era necesario que me enterara de lo que decía.

La carta resultó ser de uno de los hijos del ex actor y estaba dirigida a la "Doctora Marta Nolasco". En forma lacónica pero amable, explicaba que su padre, el señor Armando Castro, luego de una penosa enfermedad que en las últimas semanas hizo inesperada crisis, había fallecido en el hospital de ese pueblo. Y en una sesgada alusión a lo que había habido entre su padre y Martita, terminaba diciendo que le agradecía el interés dispensado a su padre y que esperaba que Dios la bendijera.

Permanecí la mayor parte de la noche releyendo la carta y pensando qué hacer. Y cada vez, como al comienzo, volvía a concluir que no, que la suerte o lo que fuera no podía ser tan injusta como para hacerle eso a Martita. No podía pasarle eso a ella también. Finalmente, decidí volver a escribir.

La mañana siguiente fui a Registros con una nueva carta, una en la que el ex actor, luego de decirle a Martita que la amaba, que siempre la había amado, le informaba que estaba visitando Pueblo Azul y otros lugares del norte. Se trataba de un viaje de inspección, para unos negocios que pensaba emprender y que de seguro lo obligarían a viajar por Colombia y Brasil. Después, explicaba que no sabía cuándo volvería a escribirle porque el viaje prometía hacerse más extenso, pero le pedía que lo esperara porque todo se iba a arreglar.

Por último, le decía: "Te quiero, siempre he soñado contigo, con tenerte a mi lado. La primera vez pudo haber resultado si ambos hubiéramos puesto todo de nuestra parte. Pero tú no quisiste. Ahora que ha pasado un tiempo y apreciamos mejor nuestra situación, tenemos una nueva oportunidad. Debemos intentarlo, porque lo último que se pierde es la esperanza". Luego metí la hoja en el sobre, que había abierto con mucho cuidado.


Poco después del mediodía, me hallaba en la cafetería para profesores, observando atentamente a Martita. Ella permanecía inquieta, sentada a su mesa de costumbre, cerca de las ventanas que dan al jardín. Y otra vez, como desde hacía un rato cuando llegó, volvía a sacar la carta para releerla, sonriendo sin disimulo, y por momentos hasta parecía buscar a alguien, a cualquier conocido, para contarle lo feliz que era en ese momento.

Y mientras ella volvía a releer, yo me prometía que, sin importar las dificultades que pudieran surgir, iba a continuar con esa aventura, con las cartas, hasta cuando fuera posible. Pero en ese momento sólo quería seguir gozando de la alegría de Martita, de este momento de felicidad, que era también mío.


De "Muñequita Linda" por Jorge Ninapayta de la Rosa.




El escritor Jorge Ninapayta de la Rosa ( Nasca 1957 ), ha realizado estudios de Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Sus cuentos, aparecidos en revistas y antologías, han merecido diversas distinciones: Premio Juan Rulfo, París 1998; Primer Puesto en El Cuento de las 1000 Palabras 1994, de la revista Caretas; Premio Julio Ramón Ribeyro 1998; Premio Juegos Florales 1992 de la Pontificia Universidad Católica del Perú; Premio Jorge Luis Borges 1987. Es autor del libro de cuentos Muñequita linda. En la actualidad reside en Nueva York donde trabaja en su primera novela.